A partir de los 60 años, el ejercicio físico deja de ser solo una herramienta estética o recreativa: se convierte en una verdadera intervención terapéutica. Diversos estudios demuestran que mantenerse activo a esta edad no solo mejora la función cardiovascular y muscular, sino que también tiene efectos directos sobre la neuroplasticidad, la regulación inmunológica y la longevidad celular.
Más allá del músculo: el efecto metabólico y cerebral
El entrenamiento aeróbico moderado —como caminar a paso rápido, nadar o pedalear— incrementa la perfusión cerebral y estimula la liberación de brain-derived neurotrophic factor (BDNF), una proteína clave en la formación de nuevas conexiones neuronales. Este proceso contribuye a preservar la memoria y el aprendizaje, reduciendo el riesgo de deterioro cognitivo y enfermedad de Alzheimer hasta en un 30 %, según la Harvard Medical School (2023).
A nivel metabólico, el ejercicio actúa como una “vacuna” contra la resistencia a la insulina y la sarcopenia. La combinación de ejercicios de fuerza y resistencia aumenta la masa magra y optimiza la sensibilidad a la insulina, modulando la inflamación sistémica de bajo grado característica del envejecimiento —la llamada inflammaging.
El papel del entrenamiento de fuerza
Aunque durante décadas se subestimó su valor en adultos mayores, hoy se sabe que el entrenamiento de fuerza es esencial. Realizar dos o tres sesiones semanales con cargas progresivas ayuda a mantener la densidad ósea y la función mitocondrial. Incluso ejercicios simples con el propio peso corporal o bandas elásticas pueden mejorar la movilidad, el equilibrio y reducir el riesgo de caídas en más del 40 %.
Ejercicio como regulador emocional
El impacto del movimiento también se extiende al bienestar psicológico. La actividad física regular modula neurotransmisores como la serotonina y la dopamina, promoviendo la sensación de vitalidad y reduciendo síntomas depresivos. Además, la interacción social asociada a programas grupales o caminatas comunitarias refuerza el sentido de propósito y pertenencia, factores cruciales para el envejecimiento saludable.
Conclusión
A partir de los 60 años, el ejercicio deja de ser opcional: es un tratamiento integral y sin efectos adversos. Implementar rutinas individualizadas —con supervisión profesional y énfasis en seguridad articular— puede marcar la diferencia entre un envejecimiento funcional y uno dependiente. En definitiva, moverse no solo prolonga la vida: mejora la calidad con que se vive cada día de ella.
Sobre la autora:

Licenciada en Ciencias de la Actividad Física y el Deporte. Colegiada 52013
Especialista en ejercicio físico para la prevención y tratamiento de patologías en personas mayores.



